7 de abril de 2008

el día

El día que la tía caty conoció a toranzo, los vidrios de la casa se convirtieron en translúcidos ventanales por donde podíamos ver los árboles fulgurantes sobre la avenida. El pavimento era una seda caliente que derretía de a poco los neumáticos de los omnibus vacíos de la siesta. Me paraba en el umbral de su cuarto a observar el procedimiento circunspecto que utilizaba para elegir el vestuario (de ella lo aprendí todo, debo admitir). Los ojos se le iban perdiendo sobre una recta que oscilaba de los cajones con ropa interior al botinero, un movimiento leve con escalas breves en el espejo que devolvía alguna postura que la perturbaba por un instante. Con el tiempo usé el método de espolvorear con talco mentolado el aire bajo el cual ella se congelaba unos segundos. Circulaba con premura del baño al cuarto, el segmento más transitado, el eslabón favorito por donde era capáz de trasladarse a oscuras, sin tantear ni tropezarse. Cuando estaba lista para desvestirse, me pedía que mire para abajo. Yo podía escuchar cómo desprendía los ganchos del corpiño mientras se disgustaba o se enfurecía al no poder quitarlos con velocidad. Ese enojo de capricho me irritaba en silencio, un modo bastante insoportable de quejarse por cosas que no valían la pena. Miraba el reloj con miedo y mientras más pasaba el tiempo, la circulación por la casa era cada vez más desesperada. A veces le tenía miedo. Cuando no me daban ganas de observar sus rituales antes de una cita y prefería toquetear los discos del abuelo, me escondía bajo la escalera que unía el living con los cuartos ubicados sobre el piso superior para simular una tienda de discos en la que yo trabajaba de vendedora, y ella pasaba como un rayo fugáz, desnuda y blanca con tijeras y agujas, sollozando palabras. Lloraba como un gato y temblaba, y eso significaba que el pretendiente había cancelado mientras ella estaba iniciando el procedimiento del vestuario. Pero ese día, algo en la casa impecable no parecía oscuro (todo en la casa del abuelo
me era hondo y ennegrecido)algún motivo convertía esos ambientes en sitios reconfortantes. A la tía caty le había pintado la sobriedad y el estilo oligarca. Yo estaba vendiendo discos a cien mil australes mientras ella golpeaba los escalones taconeando casi sobre mi cornilla. El impacto de las pisadas retumbaba bajo la escalera haciéndome salir a mirar lo que llevaba puesto. La figura lánguida interminable como una sombra de ceniza me encandilaba a pesar de sus ropas negras. Parecía estar de luto, me confundía los protocolos (hasta ese momento pensaba que el negro se usaba sólo en los veloríos, luego descubrí que el amor se une estrechamente a la muerte y que a pesar que intentemos ser positivos, enamorarse es un poco perderse). Se había puesto un pantalón de gabardina negro,tiro alto, recto, botas de montar de cuero negro, una camisa (negra) por dentro cortada por un cinturón de carpincho color hueso levemente suelto, aros y cadenita de oro, Rólex de mujer, pelo lacio ondulado en las puntas, fina capa de base, rimel, brillo en los labios.
Una imágen suntuosa fingiendo ser como su madre para conquistar a un hombre que quizás esperaba otra cosa o quizás mi tía era demasiado pícara y le daba a toranzo lo que buscaba.
La tarde transcurrió como todas las tardes de esa época. El silencio en la inmensa casa se instalaba en los ambientes. Un lugar profundo, lleno de escondites. Papá me buscaba para pasar tiempo juntos pero me dejaba en la casa de los abuelos y se iba a dar una mirada al campo y yo quedaba en un jardín perfecto, bordeado de flores de colores surtidos y pétalos exhuberantes frente a una pileta que a veces (para mi mala suerte) estaba vacía, cubierta de hojas y flores que caian de los canteros junto con tierra, bichos y juguetes que tiraban mis primos desde el piso de arriba cuando se hartaban de jugar con ellos. Nunca supe muy bien qué hacer con esa casa. La escalera caracol de hierro a la par de la pileta me dejaba en una terraza desde donde podía estrellarme al sol. Mi papá me contaba que una prima mía era tan consentida que un día le ordenó al padre que la alce hasta tocar la luna. Me paraba en la terraza a mirar el cielo para calcular cómo haría mi prima para tocarla ya que mi papá no me respondía si eso era posible limitándose en cambio, a contar la historia y a callar después. Siempre tuve la duda, pero nunca me animé a pedirle algo por el estilo.
Cuando la tarde se instalaba, para mí era la salvación. El color de las cosas se desinflamaba gradualmente y me avisaba que el estruendo había cesado. Todo luego de la siesta era puro goce y sosiego, me invadía una brisa tibia que convertía mi estado de ánimo en absoluto placer. A las seis de la tarde todo había pasado (la gente vuelve) los ruidos eran más intensos pero los disfrutaba con todos los ojos y todos los oídos, no me alcanzaba la vista para depositar mi comodidad sobre la ciudad entera.
Yo armaba una carpa con sábanas en el living (para sentirme constantemente protegida) mientras se oían las llaves cruzar torpemente la cerradura, con brutalidad y desdén. La tía caty con la cara desfigurada manipulaba una caja de zapatos y se estremecía con asco por culpa de unos movimientos espasmódicos provenientes de la caja que soltaba al aire mientras gritaba que no aguantaba más. Cuando la caja cayó al piso, intenté escapar de entre las sábanas y me tropecé con la mesita ratona rajando los libros de cocina de mi abuela, golpeándome una costilla con la punta de la mesa. La tía me decía que tenga cuidado que "se venía" para mí y yo, golpeada y aturdida intentaba huir de sus gritos cuando desde atrás sentí que algo me arañaba una pantorrilla. Me desmayé.
Mi abuela me levantó suministrándome pelotitas de algodones empapados en agua colonia púrpura. Tenía ese gesto de enojo educado, meneaba la cabeza mientras me apretaba los algodones en la naríz. La tía caty detrás de la abuela, estaba por ahogar a un gatito dentro de un frasco de aceitunas lleno de lavandina. Toranzo la había hecho presenciar el parto de su gata. Al parecer había parido tres gatos ensangretados que caían como caca (según mi tía) mientras la gata chillaba de la misma manera en que ella lo hacía cada vez que un pretendiente le cancelaba la cita, lo digo porque interpretó la escena en una actuación brillante. Se tiraba al piso y reproducía los gestos de la gata y los tonos del maullido. Contaba que toranzo se agachó para mirar precisamente el caudal de sangre y que ella estaba sentada en el patio de su casa comiendo un budín inglés, vestida de oligarca, cuando le bajó la presión al ver que toranzo manipulaba la placenta del animal. La sangre caliente olía a sexo mezclado con la intensidad de la pis gatuna (leche de gata no alimenta, decía mi mamá) y parece que mi tía tuvo un principio de vómito y hasta quizás haya sufrido un cuadro de ansiedad, se le paralizó la cara y sudaba frío sobre la cadenita de oro, todo era presunción, ya que provenía de la descripción minuciosa y un tanto delirante de mi tía, perturbada y enloquecida por la escena que el patético de toranzo la obligó a presenciar. No era patético, era psicópata, decía mi tía.
Lo cierto es que mi tía caty no podía levantar al gatito recién nacido para ahogarlo en el frasco con lavandina, y le suplicaba a mi abuela que lo haga por ella. Mi abuela se negó rotundamente por lo que restaba mi ayuda en medio de esa casa desolada. Acababa de recuperarme de una lipotimia pero sin embargo me incorporé y me acerqué a la tía y al frasco de aceitunas. Me miraba con pavor, lánguida y sin cabales de ningún tipo, temblaba y mientras me acercaba, ella retrocedía como si fuera yo su principal amenaza. No te asustes, le dije, te estoy ayudando. Sentí con mis dedos la pelambre apelmazada del gatito, la tibieza del cuero, cada una de las costillas, el pulso acelerado, la expansión de la sangre transitando por todo el esqueleto, maullaba pero no tenía miedo, seguramente ni percibía qué era lo que iba a sucederle. Mi abuela se encerró en el baño, oí la puerta trancarse. Mi tía, se tapaba los ojos y se estremecía. Miré detenidamente al gato unos instantes, suficiente para atraer a mi cuerpo de imán toda la ira y el odio de la humanidad entera. Lo atrapé y lo hundí en el frasco, y también mi muñeca y mi antebrazo, todos sumergidos y fundidos en el mismo puño apretado, como se aprieta la mandíbula cuando irrumpe el odio en nuestras vidas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

El texto buenisimo.
La situación horrible.
Me encantan los gatos.

Dalai irma dijo...

se entiende que todo es literatura no?, el lado b de la dieta de los lowrey

theremin dijo...

Excelente este lado b!
(Sabías que me iba a gustar por eso me andás pinchando para que lea no? jajaja)
En serio muy bueno, hacé algo más con eso.
Beso.

theremin dijo...

Por cierto, la carpa con sábanas me es una imagen muuuuy familiar. Podías meter de todo, muñecas, comida, revistas, en una época yo hasta tenía una fábrica de café. El tiempo pasaba de otra manera. Qué bueno era tener todo un día para vender café de barro y elongar durante horas, hasta que la rodilla te tocara la oreja o hasta que la nariz tocara el suelo.

Anónimo dijo...

me encanto dana,
me tengo qe ir a comprar urgentemente la dietta! :)
te quiero muchisimo
gracias por entenderme y escucharme y boludear siempre.

carolalamino

Anónimo dijo...

un cuento a la antigua,la vuelta a la vieja escuela, eso fue lo que me gustó,el cambio,y...sí,se sitúa en las antípodas de la dieta. muy bueno,saludos!

M. dijo...

Éste me gustó un montón. Bien distinto de lo que venías escribiendo, me parece.


Saludos.